Esta mañana, después de pasar una hora sufriendo por los pensamientos que me venían a la cabeza, intenté meditar usando una idea nueva: la compasión. Le pedí a mi corazón que, por favor, le diera a mi alma una mayor generosidad a la hora de juzgar el funcionamiento de mi mente. En lugar de considerarme una fracasada, ¿no podía considerarme un ser humano más (y bastante normal, por cierto)? Los pensamientos afloraron como siempre -muy bien, así será- y después salieron los sentimientos reprimidos. Empecé a sentirme frustrada y a verme como una persona solitaria y amargada. Pero entonces brotó una enfurecida respuesta de las profundidades de mi corazón y me dije a mí misma: <<Esta vez no te voy a juzgar por pensar eso>>.
Mi mente intentó protestar, diciendo: <<Sí, pero eres una fracasada, una perdedora, y nunca llegarás a nada...>>.
Y, de repente, fue como si rugiera un león dentro de mi pecho, ahogando con su furia todos aquellos disparates. Una voz me bramó por dentro, una voz atronadora que no había oído en mi vida. Era tan potente -internamente, eternamente- que me tapé la boca con la mano por miedo a que si la abría y dejaba salir el sonido resquebrajaría los cimientos de todos los edificios de aquí a Detroit.
Y esto fue lo que bramó la voz:
¡No tienes ni la menor idea de lo fuerte que es mi amor!
El fuerte viento que acompañaba a esta frase desperdigó la basura negativa de mi mente; las ideas huyeron como pájaros y liebres y antílopes, largándose aterrorizadas. Y se hizo el silencio. Un silencio intenso, vibrante y estremecido. El león de la selva de mi corazón miró su apaciguado reino con aire satisfecho. Entonces se relamió, cerró sus ojos dorados y se durmió otra vez.
Comer, rezar, amar
Elizabeth Gilbert